La Naranja Mecánica (o la «voluntad de poder»). Stanley Kubrick, 1971

Por José Luis Pozo Fajarnés

La naranja mecánica fue llevada al cine por el maestro Stanley Kubrick en 1971, tres años después de su anterior gran éxito 2001: Una odisea del espacio. Este director es uno de los más prestigiosos de todo el siglo XX, que es el primer siglo del séptimo arte (el cine nació a la vez que nació el siglo, y Kubrick murió cuando se cumplía su último año, el 1999). El prestigio de este director neoyorquino no disminuyó con el paso de los años sino todo lo contrario, continuó creciendo hasta hoy. Una de sus más comentadas peculiaridades era el perfeccionismo exagerado con que realizaba todos sus trabajos. Quizá por ello en los cuarenta y seis años que se dedicó a filmar largometrajes solo realizó y estrenó trece, la mayoría obras maestras. La última de ellas, Eyes Wide Shut, no la vio estrenada, pues falleció mientras la terminaba de montar. 


La naranja mecánica la clasifica la inmensa mayoría de los comentaristas y de los «enamorados» del cine de Kubrick como una de las  últimas, como una de sus obras maestras. Pero no todos han pensado igual, ya que algunos críticos vapulearon el filme, y aún hoy siguen vapuleando. Criticaron y critican la película, tantos, como número de detractores tiene Stanley Kubrick como director. Y es que este polémico realizador -que nació en Nueva York pero que vivió mucho tiempo en Inglaterra- levanta pasiones, en los dos sentidos. Lo que nadie puede negar es que después de esta película y su éxito, Kubrick ya era uno de los grandes del celuloide. 
Para comenzar a hablar de La naranja mecánica podemos empezar por la fotografía. Que es del inglés John Alcott, con el que Kubrick hace alguno de sus más importantes trabajos. Quizá en los que la imagen alcanza las mayores cotas de belleza estética. Alcott consigue, en colaboración con el meticuloso Kubrick, magníficas imágenes de superficies planas, enormes, brillantes, de una limpieza exagerada, y de una blancura que, de tan luminosa, se presenta ante los ojos como si fuera algo inverosímil, a la vez que impactante. Alcott trabajó con Kubrick en 2001: una odisea del espacio, en la que ahora comentamos, en Barry Lindon y en El resplandor. En todas ellas tenemos muchas de esas imágenes que nadie puede borrar de su memoria, imágenes que han quedado como una de las más características rúbricas del realizador. 

 

De todos los personajes que aparecen en el filme, el que todos tenemos en la memoria es el que interpreta Malcolm McDowell, el malvado protagonista. En una interpretación tan potente que su huella es imposible de borrar, McDowell será siempre recordado por su imagen de Alex DeLarge, pese a los demás papeles que desempeñó en otras muchas películas. De los demás actores no vamos a comentar nada, dado que la sola mención de sus trabajos llevaría a que nos extralimitáramos en lo que con este escrito queremos conseguir. Solo apuntaremos que tiene en la película un papel menor un secundario muy olvidado, David Prowse. Un actor nada conocido, pese a que dio cuerpo y empaque a uno de los personajes más relevantes de la historia del cine, al enmascarado Darth Vader. David Prowse fue el que estuvo oculto tras una brillante máscara negra, y embutido en un negro y hermético traje/armadura. Allí se mantuvo, humildemente escondido, durante todos los episodios de la saga en que Vader apareció, y que fueron concretamente: el cuarto, el quinto y el sexto. Los primeros que, en ese orden, todos pudimos ver. 

 


La música de la película fue creada por Wendy -o Walter- Carlos que es una compositora estadounidense, transexual, que hizo a partir de su trabajo en esta película uno de sus discos más importantes. En la película no se aprecian todos los temas que compuso pero, tras el estreno, elaboró un famoso long play con el mismo título en inglés de la película. Wendy Carlos fue una de las pioneras en la composición e interpretación de música electrónica con sintetizadores en Estados Unidos. El álbum A Clockwork Orange incluía la versión completa de la famosa pieza de la Novena Sinfonía de Beethoven escrita para ser tocada con nuevos instrumentos electrónicos, algunos de los cuales fueron usados por primera vez en esta grabación. 


La obra literaria original llevaba publicada casi diez años cuando se estrenó la película. El guión de La naranja mecánica lo firma Kubrick con el autor de la novela homónima, Anthony Burgess. El tono de la novela y el de la película son los mismos, aunque más que hablar de tono deberíamos hablar de doctrina. El protagonista, y sus secuaces, parecen seguir al pie de la letra el ideario nietzscheano de la voluntad de poder. Esta doctrina del filósofo alemán la trató de poner en práctica el partido nacional-socialista en Alemania, como todos saben, y tuvo que ser derrotada por las armas. Con un pago terrible en vidas humanas. Nuestro realizador nos muestra una ficción en la que esta ideología podría «curarse», al modo de una patología, que la Psicología conductista podría derrotarla. Pero la conclusión de la narración es que si alguien piensa que ello es posible comente un error, que la educación no puede nada con la voluntad de poder. 


Alex DeLarge es una suerte de nuevo héroe, o anti-héroe que, como el definido por Nietzsche para su superhombre, usa el lenguaje para describir la realidad que vive, inventando nuevas palabras, de manera que lo que está viviendo tiene una fuerza multiplicada. Y ello es lo mismo que nos decía el filósofo alemán: que el mundo, para ser descrito, tiene que hacerse con palabras, indirectamente; mediante creación de metáforas que lo representen. Y que si usamos las metáforas ya expresadas no vivimos la vida que tiene que ser vivida, la vida de los fuertes, sino que vivimos la vida de los débiles, la de los que pueden ser despreciados, torturados o eliminados. Alex DeLarge es agresivo, odia a los débiles, les hace daño, los mata. En la película su violencia, y la de sus amigos, es exhibida de forma tan terrible que anega el dolor de los débiles. En muy pocas películas de la historia del cine podemos ver algo tan brutal. Por mencionar algunos ejemplos, podemos citar Asesinos natos de Oliver Stone o Funny Games de Michael Haneke. Ambas son narraciones cinematográficas que todavía muestran la voluntad de poder nietzscheana de forma más abrupta, si cabe. Alex DeLarge subvierte los valores. Es tanto el Anticristo como el Crucificado que quiere sentir su dolor eternamente, es el Zaratustra definido en sus libros La Voluntad de poder y Así habló Zaratustra. Alex DeLarge adora la música de Beethoven, de la misma manera que la adoraban otros que pensaron que podían llevar a la práctica el ideario corrosivo del filósofo maldito. Hoy día ya nadie recuerda la Novena Sinfonía de Beethoven sonando en Núremberg mientras desfilaban los ejércitos del Tercer Reich. Solo nos acordamos de esa misma música por La naranja mecánica, porque la cantaba Miguel Ríos o porque hace unos pocos años la asociábamos como símbolo de la Unidad de Europa. ¡Qué ironía, el mismo proyecto que perseguía en los años 30 y 40 del siglo XX el führer alemán Adolf Hitler! La conclusión más terrible que extraemos después de ver La naranja mecánica es que la filosofía de Nietzsche tiene una fácil narración y un atractivo para el receptor que a mí me da mucho más que respeto al percatarme de ello.

 


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